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Jesús nos ha revelado el mayor de los secretos de Dios: cómo es en su interior. Es amor incesante entre las Personas divinas. Y que este prodigio es nuestro, porque la Trinidad vive en nuestro interior. Podemos unirnos a la oración de santa Isabel de la Trinidad que recoge el Catecismo para ejercitarnos en la contemplación trinitaria.
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¿Por qué culmina el Octavario de la unidad de los cristianos con la fiesta de la conversión de san Pablo? Sin duda por la profunda enseñanza del Apóstol sobre la identidad entre Cristo y el cristiano, revelada en el camino de Damasco. Vivo yo, o más bien, no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí. Busquemos nuestros caminos de Damasco –la Eucaristía, la oración, la penitencia– de modo que, como el Apóstol, logremos vivir en Cristo.
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Jesús comienza su actividad predicadora anunciado la llegada del Reino de Dios. La gente no comprende, o comprende mal. ¿Entendemos nosotros lo que significa? El Reino de Dios es Él, es la comunicación de su vida divina, la Gracia Santificante. Nada vale como ella, ni aun la suma de los bienes naturales del Universo entero. Y perderla es la única verdadera desgracia. Valorémosla, amémosla, y ayudemos a que otros mucho vivan y aprecien el Estado de Gracia.
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No son palabras meramente simbólicas: Jesús nos habla de comer una carne y beber una sangre. Creemos firmemente que ese prodigio sucede al comulgar, y hemos de tomar cada vez mayor conciencia de aquello. Alma, cuerpo, sangre, agua, llagas… el misterio nos rebasa, y la invitación a la unión es manifiesta.
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San Pablo asegura que, en medio de sus tribulaciones, sobreabunda de gozo. ¿Cómo puede ser eso posible? Por la revelación de la salvación a través de la cruz. Y debemos recordarlo con frecuencia porque tendemos a minimizar la cruz que Dios nos pone en nuestras espaldas. La Iglesia crece a través del sufrimiento amado, que es identificación con el Crucificado.
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Esa breve palabra aramea la recoge san Marcos en la oración de Jesús en el huerto. San Pablo la recogerá también en dos ocasiones, diciendo que, por tener el espíritu del Hijo, hemos de llamar Abba a Dios. Nos habla de una intimidad muy cercana y de un abandono confiado. Repasemos si es así nuestro trato con el Padre celestial.
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En la historia de la salvación vemos a los protagonistas recibir -sin que lo sospecharan- la llamada y la misión que Dios les confía. Radicalmente el hombre es un ser llamado, no el que define el cuándo y el cómo de su existencia. Porque el proyecto es divino, y a nosotros se nos pide ser dóciles a las señales. Vendrán dadas a través de la Providencia del Padre, de las palabras del Hijo y de las inspiraciones del Espíritu Santo.
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El libro de los Proverbios recoge el oráculo donde Dios dice: “Dame hijo mío, tu corazón, y pon tus ojos en mis caminos”. Y añade: “Sobre todas las cosas, cuida tu corazón”. El centro de nuestra vida afectiva ha de ser para Dios, y solo para Él. De tener otros amores, han de ser amores “in Deo”, es decir, amores que me incrementen el amor de Dios. La pureza de corazón es requisito para la vida contemplativa.
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Alimentar bien nuestra vida interior supone cuidar la lectura espiritual. En primer lugar, la lectura meditada, oracional, del Nuevo Testamento. Si logramos formar “el depósito de gasolina” con palabras de Jesús en nuestra mente, acudirán a nosotros sus enseñanzas cuando las necesitemos. Los libros de lectura espiritual han de ser adecuados a nuestra situación interior presente.
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La invitación a ser sus amigos procede de Jesús, no de nosotros. Y Él, siendo como es Dios, se adapta perfectamente a nuestro modo. A veces encontramos en la vida alguien con el que hacemos química inmediatamente: cuánto más podrá Jesús ser nuestra alma gemela sin nos animamos a entablar con Él un trato de confiada familiaridad.
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Acostúmbrate a poner tu pobre corazón en el dulce e Inmaculado corazón de María. Grignon de Monfort recomienda hacer ejercicios de coincidencia con ese corazón en tres pasos: renunciar al propio espíritu, poner el de María y perseverar en él. Notaremos la diferencia, pues nuestro corazón no es bueno.
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Hemos sido creados para conocer y contemplar el misterio de la Santísima Trinidad. Pero esa eternidad comienza ya desde ahora, pues desde ahora la Trinidad nos habita. Acostumbrémonos a visitar esos tres Huéspedes que silenciosamente moran en nuestro interior. Adelantemos la glorificación, la alabanza el agradecimiento y el piélago de Amor de la eternidad.
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Estamos invitados a re-conocer a Jesús. “Solo aquellos que tienen la sabiduría de Dios son los que lo reconocen”. Es verdad que nosotros lo conocemos, pero podemos re-conocerlo con una mayor cercanía, en la continuidad para tratarlo, en la confianza. “No os conforméis con un trato superficial; dejar que reaccione el corazón”, invitaba el beato Álvaro. ¿No podría ser más personal, más continuo, más hondo, mi trato con Jesús?
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El Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña que la oración es un combate. Así lo desarrolla el n. 2725, animándonos a vencer los dos enemigos fundamentales: nuestro propio yo y las tácticas del demonio. En las primeras, tenemos que superar la falta de fe, el aletargamiento, en monólogos donde encontramos mil justificaciones. El segundo enemigo son las formas erróneas de entender la oración: el psicologismo, las prácticas y plegarias rituales, etc. Orar es entregarnos a Dios y recibir a Dios que se nos entrega.
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En la fiesta del Bautismo del Señor revaloremos nuestro bautismo. Quizá ignoramos la fecha en que lo recibimos o, si la sabemos, es una fecha que habrá pasado sin pena ni gloria. Sin embargo, esa fecha es más importante que la de nuestro nacimiento, porque es el nacimiento a la vida eterna. No olvidemos el grandioso proyecto del Padre para con nosotros: hacernos partícipes de la divinidad, en la conformación con Jesucristo.
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“La revelación del Sagrado Corazón es el centro del cristianismo y aun en centro del mundo” (Ratzinger). Sintámonos afortunados de conocer esta cima del modo de presentarse Dios. En los miles de años antes de la revelación, los hombres buscaban respuestas a los misterios y adoraban las fuerzas de la naturaleza, animales e inclusive piedras. En el signo del Sagrado Corazón hemos recibido la más maravillosa revelación de un Dios que es todo amor.
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Jesús nos pidió amar a nuestros prójimos como Él nos ama, es decir, sin esperar a que el prójimo esté lleno de cualidades. Ese tipo de amor tendría ribetes egoístas, sería un amor de indigencia. El suyo es un amor de excedencia, que ama por sobreabundancia de amor. Busquemos que el Espíritu Santo nos sea donado, y tendremos la maravillosa realidad del amor divino con el que seremos capaces de amar.
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San Josemaría nos ha ayudado a salir del mundo gris en el que hubiéramos vivido. Ha venido para sacudirnos, invitándonos a vivir un mundo nuevo. Demos gracias a Dios porque nos ha ayudado a que nuestra fe crezca. Esa fe, al final, nos permitirá vivir en continua oración. Las contrariedades ofrecen una oportunidad de oro para crecer en la fe.
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Pensar en María siempre nos alegra, nos pacifica, como si recibiéramos un aroma del Paraíso. Ella está más allá de toda miseria y de toda imperfección. “Junto a ti, María, como un niño quiero estar, quiero que me eduques, que me enseñes a rezar”. Nos da lecciones de todas las virtudes, pero su lección fundamental es su misma persona.
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Agradezcamos a Dios su creación más alta: la de las personas angélicas. Son poderosos ejecutores de sus órdenes, prontos a la voz de su mandato. E intervienen además en nuestras vidas para custodiarnos y llevarnos al Cielo, que es su lugar propio. Agradezcamos también a los ángeles adoradores de la Eucaristía y a los que participan con nosotros en la liturgia de la Misa. Querámoslos y seamos amigos suyos.
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