Hay una ciudad del otro lado de mi ventana, de vez en cuando suspendo todo lo que estoy haciendo, me levanto de la silla y la contemplo. No somos amigos, por ahora, pero espero que pronto haya confianza recíproca entre ambos. Después de la ciudad se alcanza a ver algo más, pero no me interesa. Por ahora solo somos la ciudad y yo. Su imagen es potente, avasalladora e implacable. Me hace preguntarme sobre las posibles historias que se escriben bajo su cielo opaco. En esas historias, imagino, los personajes nunca son rescatados por ningún ser encapuchado. No son salvados por ningún vengador nocturno, ningún alienígena super poderoso o ninguna semidiosa salida de ninguna civilización perdida. Las tardes nunca son arregladas por portadores de anillos de poder o meta-humanos capaces de correr más rápido que la velocidad de la luz. En cada ficción construida, los habitantes de esta ciudad solo se tienen a sí mismos, nada más que a sí mismos. Y aquí estoy, de pie, detrás de mi ventana, imaginando ficciones que de vez en cuando traen paz a mi propia ficción, a mi vida. Donde creo que vale la pena imaginar, crear universos y posibilidades diferentes, porque ese es el poder de la ficción. Porque no hay que cesar de imaginar, porque no debemos darnos el lujo de permitir que el peso de la realidad incline la balanza hacia la oscuridad. Porque ese es nuestro poder, el de crear. Y, sobre todo, porque no hay que cesar de imaginar cómo sería el mundo si fuera más razonable.